miércoles, 18 de marzo de 2009

Especie protegida

Os confieso que me siento dividido internamente cada vez que reflexiono sobre el tema del aborto. Es un asunto sobre el que nunca he conseguido tener una opinión definitiva. Por un lado, quizá porque siempre he sido un vitalista y he defendido la vida hasta el extremo, siento que todo aborto (si no está motivado por la defensa de otra vida) me parece una terrible tragedia. Por otro, creo firmemente que nuestra sociedad no puede ser realmente igualitaria si la mujer no alcanza el pleno derecho sobre su cuerpo, lo que incluye obligatoriamente el derecho a una decisión tan extrema como es el aborto pues de ninguna manera la maternidad puede ser responsable y libre si no es a través del pleno dominio de la mujer sobre su sexualidad y su cuerpo. Por un lado, como antiprohibicionista convencido, creo que la prohibición del aborto no ha servido históricamente para evitarlo, sino para condenar a la mujer que se ha visto abocada a esta decisión a tener que realizarlo en condiciones deplorables. Por otra parte, siento que, salvo en el caso del peligro para la vida de la madre, todo aborto es fruto de un fracaso previo, generalmente motivado por una pésima educación sexual (como la que tras varias décadas de democracia sufrimos) y por una moral hipócrita y paradójica que condena al mismo tiempo la anticoncepción y el aborto —advierto aquí que lo que nunca he podido admitir es el aborto motivado por el hecho de que el futuro hijo padezca el síndrome de down, lo cual me parece simplemente un caso de eugenesia—.

En fin, y así llevo años, dándole vueltas al asunto, incapaz de salir de este dilema, cuando de repente, la Iglesia Católica ha venido a ayudarme (increible) a centrarme un poco en este tema gracias a su ya famoso anuncio sobre "las especies protegidas", que, por supuesto, no reproduciré aquí por respeto a quienes me leéis de vez en cuando y que no merecéis, desde luego, escandalizaros con una muestra de cinismo tan sumamente grosera y falaz.
Porque lo que sí he tenido absolutamente claro desde hace décadas es que a la Iglesia Católica (a la Historia me remito y no hay que remontarse muchos años atrás para ello) nunca le ha importado en realidad la vida. A la institución que ha tergiversado hasta la náusea el mensaje evangélico para convertirlo en una religión de la muerte, que ama la muerte, que desprecia esta vida terrenal, que ha avivado y sigue avivando guerras y dictaduras, que se opone a la anticoncepción favoreciendo embarazos irresponsables y transmisión de enfermedades como el SIDA le importa tan poco la vida de un embrión como la de las mujeres que han visto reducida su vida a un valle de lágrimas por culpa de su moral hipócrita.
Francamente (nunca mejor dicho), lo que a la Iglesia le preocupa de verdad es que las mujeres NUNCA alcancen el pleno derecho sobre su sexualidad y sobre su cuerpo; y la única especie protegida en todo este embrollo (vía concordato o a mano armada cuando ha sido preciso —a las fotos me remito—) ha sido, es y, por lo que parece, seguirá siendo ella.

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