Vaya por delante que no soy nacionalista, es más, que el nacionalismo me parece uno de los principales males para la humanidad. Todo ello no está en contradicción, por supuesto, con mi amor por mi tierra, a la que creo conocer mucho mejor que algunos que dicen defenderla como nación (por algo he dedicado gran parte de mi vida al estudio de su patrimonio inmaterial), y de sobras sé, y por experiencia directa, que los salvadores de patrias suelen ser los principales destructores de aquellos pueblos y culturas que se empeñan en defender (al respecto, suelo recomendar vivamente la lectura del magnífico ensayo de Mikel Azurmendi, Nombrar, embrujar. Para una historia del sometimiento de la cultura oral en el País Vasco —Irun, Alberdania, 1993—).
Dicho todo esto, no obstante, soy de los que creen que Aragón es una realidad histórica que, si bien se caracteriza por su diversidad cultural y lingüística, tiene una clara identidad en lo que respecta a su pasado como estado y a su derecho. En ese sentido, su supuesta contribución a la creación y configuración del estado español ha sido utilizada por el nacionalismo español (el más peligroso y excluyente de cuantos han brotado en la vieja Iberia) a lo largo de los últimos siglos, con frecuencia para esgrimirla contra otros nacionalismos, especialmente el catalán. Y es en esta situación en la que, como aragonés, y pese a mi rechazo a cualquier ideal nacionalista, nace mi profunda indignación ante hechos como los que he nombrado en entradas anteriores (me refiero a nuestra batalla con la famosa línea de alta tensión "parcialmente construida" que recorre gran parte de nuestro territorio). En otro lugar y en otras circunstancias estaríamos hablando, simplemente, de un problema medioambiental (grave, por supuesto) y de una concepción del desarrollo contra la que es forzoso oponerse en estos tiempos en que, sobradamente, hemos comprobado los peligros y la falacia del mercantilismo y el llamado "neoliberalismo". Sin embargo, en el marco de una tierra en la que el estado sólo invierte en grandes infraestructuras para la extracción de materias primas o la explotación de nuestro patrimonio natural (ya sabéis, aquello de que sólo quieren de nosotros montañas, agua y electricidad) es inevitable observar detrás de un conflicto como éste una evidente realidad colonial. Es en este sentido en el que quedan plenamente justificados los deseos de un mayor autogobierno que, sin embargo, no puede reclamarse desde una postura egoísta, pues es evidente que no somos el único territorio colonial de esta "nación" española. La constatación de la realidad en que vivimos debe llevarnos a esgrimir por nuestra parte el derecho y la historia, reclamando el lugar que deberíamos ocupar, a la par que el que deberían ocupar el resto de pueblos de la Península Ibérica, de manera que llegue el día en que todos de forma solidaria podamos construir una realidad histórica hecha para la consecución de la felicidad de los hombres y mujeres que la constituimos como sociedad en absoluta igualdad de condiciones.
Hoy por hoy, sin embargo, seguimos viviendo en un estado como el que refleja la ilustración que encabeza estas líneas, un mapa de 1852 (de la obra Cartografía hispano-científica del licenciado D. Francisco Jorge Torres Villegas) hecho para uso de notarios y de todos aquellos que tuvieran necesidad de tener presentes los derechos civiles y realidades administrativas existentes en España y que, paradójicamente, representaría gráficamente el ideal de algunos nacionalismos al tiempo que transparenta los diversos raseros con los que se trata desde el viejo estado castellano al resto de los estados que acabaron dando forma a este país (por lo visto, en nuestro caso, como "incorporados o asimilados").
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