Desde pequeñitos se nos aconseja elegir nuestras opciones en función de la utilidad que pueda derivarse. Ser un hombre de provecho suele traducirse por ser capaz de realizarse acciones útiles que, por supuesto, resulten productivas para la sociedad y por tanto esperamos que ésta nos recompense con un buen puesto en la escala social y un rendimiento económico acorde con nuestra demostrada valía.
Imbuidos de esa cultura de la utilidad, no es difícil que los alumnos en sus aulas digan que tal o cual asignatura no vale para nada porque no les va a servir para aquello a lo que aspiran. De una forma aterciopelada y sibilina, se acomodan las conductas individuales y los gustos a ese sentido de utilidad. Así, aunque un muchacho de 12 años no tenga ni puñetera idea de lo que va a ser en el futuro, ni tenga la menor idea de lo que cuesta una barra de pan, ya ha decidido que las matemáticas son importantes mientras que la música no sirve para nada. De igual forma, un adolescente que aspira a vivir del negocio ganadero de su padre se despreocupa del inglés porque las ovejas no balan en la lengua de Shakespeare.
Ese reduccionismo retrógrado hace que la visita a tal o cual museo o a tal o cual exposición o a tal o cual monumento se convierta en una carrera veloz por delante de aquello sin prestar la menor atención a las indicaciones del pobrecito profesor. Éste ha podido pasar varias horas contactando con unos y con otros, creyendo en aquellos principios de la Institución Libre de Enseñanza, aquel antiguo pensamiento que veía en la experiencia externa a las aulas la mejor situación de aprendizaje. Y si el Corte Inglés está en la ruta de los museos, estamos perdidos. El tiempo del ocio, el tiempo del tedio, se apodera sobre cualquier otro planteamiento.
Por este camino de utilidad se va instalando entre nosotros la simplicidad y la ramplonería y así, casi imperceptiblemente, tenemos una buena parte de la sociedad acomodada en su mediocridad, feliz en su carencia y, por supuesto, amoldada al pensamiento reinante.
En estos momentos en que el capitalismo ha demostrado su ineficacia, en estos momentos en que los pobres hemos de socorrer a quienes nos han esquilmado durante años, hora es de apostar por lo inútil, hora es de creer más en el arte que en las matemáticas y más en la poesía que en los discursos de los mercachifles de ideales y prestidigitadores de la ética.
Tal como andan los tiempos, para estar bien informado y saber un poco de lo que nos espera va a ser más útil el estudio de la historia y la contemplación del arte de las vanguardias del siglo XX que la lectura del periódico, bien sea provincial o nacional. El primero sólo nos va a contar las veces que nuestros diputados provinciales inician proyectos y acuerdan convenios para nuestro bienestar, el de tirada nacional amplía el espectro y nos educa, con la docta pluma de los varones de la modernidad, en la cultura del bipartidismo. Ante esta disyuntiva es preferible zambullirse en una sala de exposiciones y sentir el pálpito del compromiso de unos o la atormentada búsqueda de la belleza de otros. Vale también, para tan trasgresora conducta, pasar las hojas de un libro de Sven Lindqvist o de Antonio Escohotado, mientras la tarde se tiñe de luna tras la ventana de nuestro salón destelevisado.
Démosle una oportunidad a la inutilidad, es posible, casi seguro, que no recibiremos más recompensa por ello que la sensación del fluir suave y pausado de un río en el atardecer. El amor, el arte y la poesía bien merecen el esfuerzo. ¿No son estas cosas, aparentemente inútiles, las que conforman nuestras dichas?
Salud y República.
Imbuidos de esa cultura de la utilidad, no es difícil que los alumnos en sus aulas digan que tal o cual asignatura no vale para nada porque no les va a servir para aquello a lo que aspiran. De una forma aterciopelada y sibilina, se acomodan las conductas individuales y los gustos a ese sentido de utilidad. Así, aunque un muchacho de 12 años no tenga ni puñetera idea de lo que va a ser en el futuro, ni tenga la menor idea de lo que cuesta una barra de pan, ya ha decidido que las matemáticas son importantes mientras que la música no sirve para nada. De igual forma, un adolescente que aspira a vivir del negocio ganadero de su padre se despreocupa del inglés porque las ovejas no balan en la lengua de Shakespeare.
Ese reduccionismo retrógrado hace que la visita a tal o cual museo o a tal o cual exposición o a tal o cual monumento se convierta en una carrera veloz por delante de aquello sin prestar la menor atención a las indicaciones del pobrecito profesor. Éste ha podido pasar varias horas contactando con unos y con otros, creyendo en aquellos principios de la Institución Libre de Enseñanza, aquel antiguo pensamiento que veía en la experiencia externa a las aulas la mejor situación de aprendizaje. Y si el Corte Inglés está en la ruta de los museos, estamos perdidos. El tiempo del ocio, el tiempo del tedio, se apodera sobre cualquier otro planteamiento.
Por este camino de utilidad se va instalando entre nosotros la simplicidad y la ramplonería y así, casi imperceptiblemente, tenemos una buena parte de la sociedad acomodada en su mediocridad, feliz en su carencia y, por supuesto, amoldada al pensamiento reinante.
En estos momentos en que el capitalismo ha demostrado su ineficacia, en estos momentos en que los pobres hemos de socorrer a quienes nos han esquilmado durante años, hora es de apostar por lo inútil, hora es de creer más en el arte que en las matemáticas y más en la poesía que en los discursos de los mercachifles de ideales y prestidigitadores de la ética.
Tal como andan los tiempos, para estar bien informado y saber un poco de lo que nos espera va a ser más útil el estudio de la historia y la contemplación del arte de las vanguardias del siglo XX que la lectura del periódico, bien sea provincial o nacional. El primero sólo nos va a contar las veces que nuestros diputados provinciales inician proyectos y acuerdan convenios para nuestro bienestar, el de tirada nacional amplía el espectro y nos educa, con la docta pluma de los varones de la modernidad, en la cultura del bipartidismo. Ante esta disyuntiva es preferible zambullirse en una sala de exposiciones y sentir el pálpito del compromiso de unos o la atormentada búsqueda de la belleza de otros. Vale también, para tan trasgresora conducta, pasar las hojas de un libro de Sven Lindqvist o de Antonio Escohotado, mientras la tarde se tiñe de luna tras la ventana de nuestro salón destelevisado.
Démosle una oportunidad a la inutilidad, es posible, casi seguro, que no recibiremos más recompensa por ello que la sensación del fluir suave y pausado de un río en el atardecer. El amor, el arte y la poesía bien merecen el esfuerzo. ¿No son estas cosas, aparentemente inútiles, las que conforman nuestras dichas?
Salud y República.
Jesús Sampériz
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